Por Juan José Ruipérez
¿De dónde sale todo este dolor? ¿Y este desasosiego? En días como hoy, en los cuales desde que despiertas te invade esa ansiedad que te hace no querer salir de la cama pero que a su vez no te deja conciliar el sueño por el terrible cosquilleo de las preocupaciones recorriendo todo tu cuerpo es cuando me pregunto el origen de este dolor. Un origen que no conoce de coordenadas específicas, que no se ubica en tiempo y espacio, pero que solo tú sabes que está ahí y por consiguiente, solo tú lo sufres.
Las cervezas acabadas del viernes en tu bar habitual, la película de después, y la sonrisa detrás del abrazo. En ese preciso instante es cuando decido besarte y allí mismo se presenta la incertidumbre. Me preguntas con un hilo de voz escondido tras una mueca preocupada en qué punto de la relación estamos, hacia donde va todo esto. Pero me limito a besarte, porque ni siquiera yo sé lo que vendrá después de eso. Me paras los pies y vuelves a repetirme por quinta vez a lo largo de la noche lo especial e increíble que soy, repasas la lista de cosas que nos unen y todos los detalles que he tenido contigo aún cuando no estábamos saliendo. En definitiva, me dices lo grande que soy para ti, pero que no sabes cuando voy en serio y cuando te estoy tomando el pelo. Y yo solo me limito a sonreírte, aunque por dentro me estés destrozando. Quiero que me bailes desnuda, no que me bailes el agua, no dependo de nadie para saber que soy el mejor. Y tú tampoco necesitas que yo te diga todo aquello que callo. No quiero que seas Annie Hall, ni Audrey, ni siquiera tengo la obligación de escribirte perfecta para que lo seas como a Ruby. Intento hacerte entender que se pueden ver las mejores visiones en las peores tinieblas. Pero ahí sigues, al pie de tu portal, sosteniendo la puerta, invitándome a marchar mientras me recriminas que solo te estoy regalando los oídos, como siempre he hecho con todas. Llegados a esta escena, solo me queda despedirme con un escueto “hasta luego” y caminar dirección al coche, sin dar explicaciones. Probablemente te siente mal que me haya ido así, o nazca algún tipo de sentimiento de culpa en tu interior, no obstante, ahora mismo me importa poquísimo lo que tú pienses si de verdad crees que te estoy tratando como las demás. Gritas que si me voy ya lo que tenemos, sea lo que sea, se acaba y yo te contesto de la misma forma, gritándote que ni yo soy un poeta de mierda ni tú mi musa. No te ofrecería la luna como hice con otras porque te llevarás una decepción cuando de verdad la quieras y no pueda bajarla. No voy a apagar todos los neones de Las Vegas por ti, ni te regalaré desayunos con diamantes, ni voy a parar las agujas del Big Ben, ni siquiera pretendo escribir mientras te contemplo al salir de la ducha después de pasear por Manhattan. No soy un puto poeta de mierda, soy de carne y hueso. Lo único que puedo ofrecerte es un piso en Granada con vistas a La Alhambra, buena comida y dejar en entredicho el nombre de el paseo de los tristes cuando caminemos por el mismo.
- Quédate esta noche a dormir aquí, por favor, pero no te vayas. – me contestas desde la puerta.
- ¿Por qué debería hacerlo? Si tú no crees que esto pueda funcionar, ni siquiera te doy motivos para creer, ¿acaso debería engañarme a mí mismo? ¡¿Qué es lo que quieres de mí?!
Y me besas, devolviéndome mi misma moneda, dándome a probar mi propia medicina, haciendo de un silencio incómodo la mejor de las conversaciones mudas.
Tú ya estás durmiendo, y dentro de un tiempo ni siquiera recordarás esta conversación. Ni siquiera me recordarás a mí. No recordarás ni a la vecina de arriba quejándose de tus gemidos a las tres de la madrugada. Lo único que me importa ahora es que te tengo durmiendo apoyada en mi hombro mientras pienso cuánto tiempo queda para que amanezca. Cuánto tiempo resta para que despiertes a tu bestia interior y comiencen los reproches. Por un momento decido dejar la mente en blanco, cerrar los ojos y dejarme llevar. Precipitarme al abismo que viste dentro de mí y que tanto te gustó. Me imagino a ti, desatada, rompiendo objetos y rompiéndome a mí. Escupiéndome veneno, siendo tú los dardos y yo la diana. Diciendo que me odias, que desapareces de mi vida.
Pero nada de eso pasa. Nada ocurre porque, a decir verdad, ni he dejado la mente en blanco ni he conseguido dormirme. Solo estoy con los ojos como platos divagando en tu habitación sobre la procedencia de todo este malestar interno. No. En realidad ni tan siquiera la vecina de arriba se ha quejado de tus orgasmos porque no estoy en tu habitación contigo durmiendo al lado. Estoy en la mía, mirando el gotelé del techo, pensando en dejar de pensarte, llorando por causas ya borrosas.
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