Regreso a las cloacas de Washington. Esas que conectan directamente con la Casa Blanca y el Congreso de los Estados Unidos. O eso buscan hacernos creer porque definir a House of Cards bajo la lupa del realismo sucio es como hablar del nazismo en términos de discusión de pareja. Desde el Dios del Antiguo Testamento, nunca se había vislumbrado a criatura más maléfica, cruel y manipuladora que Frank Underwood. O, corrección, que al matrimonio Underwood.
Dejando a un lado la peculiaridad de la serie de Neftlix por aparecer la temporada, tercera este año, de golpe (más revolucionaria en su entrega que en su argumento, ciertamente) y a si el subsiguiente maratón resulta liberador o dictatorial, la verdad es que comienza a convertirse en uno de los eventos televisivos del año. Y eso es algo que se ha ganado a pulso.
Spoilers a partir de aquí
Atrás quedan aquellos tiempos en los que House of Cards se regodeaba en su finura y los protagonistas en su maldad. El remake de la producción inglesa del mismo nombre tomó conciencia de sí misma a partir de la segunda temporada, aquella iniciada en un metro de infarto y terminada por todo lo alto...
... pasando por alocadas entrevistas televisivas, cuando renunció a una impostada profundidad por la ambición de entretener. Y vaya si lo consiguió. Ahora, tras el visionado de los 13 episodios de la tercera temporada, parece claro que la idea de Willimon ha ganado tanto como ha perdido. O, nos tememos, no tanto.
La escalada por el poder de Francis y Claire Underwood (matización importante) ha quedado claro que, políticamente, no puede ir a mucho más. La ambición desmedida pierde fuelle cuando se aloja en el Despacho Oval y a lo único a lo que puede espirar es a la reelección. Ambición factible y que promete interés el próximo año pero indudablemente limitado en comparación con la vertical escalada sin arnés de las dos primeras temporadas. Aquellas de maniobras verticales, a pelo y sin escrúpulos. De sacrificios inmisericordiosos. Aquellas más o menos lejanas. Lo cual no quiere decir que House of Cards haya muerto. Confiamos.
Esta tercera tanda de episodios ha servido para acercarnos más al matrimonio protagonista y al tercer personaje de importancia en la trama, el bueno (ejem) de Doug Stamper. En relación a los primeros, la cercanía nos ha permitido ver de primera mano a los Underwood y comprender cómo realmente son tal para cual pero, a la vez, ellos continúan por ser los únicos que se entienden. Comprendimos que ambos comparten las mismas características pero ya son casi cuarenta horas juntos y hemos asistido a las dudas y caídas de varios personajes en el recorrido. Incluso Claire, interpretada por la estupenda y elegantísima Robin Wright (quien se ha estrenado sin desatino como directora de dos capítulos), muestra mayor moralidad que la bestia de Kevin Spacey, mientras que bebe de sus mismas ambiciones. De esta tremenda unión surge la fisura del átomo del final de temporada y es que ella se da cuenta, o pretende darse cuenta, de que lo que ambos han hecho por los dos sólo ha servido para encumbrar el esposo y no a la esposa. La que ha tenido que renunciar al puesto de embajadora en la ONU, la que ha llorado en las escaleras de la residencia familiar. Cuyo marido persiste en verla como un peón a su disposición ya que no contempla otra lealtad que no sea la incondicional. Y es que la sed de poder de uno exige a la de ambos y no promete ceder ni ella tampoco. La resolución de la marcha de cara al desenlace de las primarias el próximo año quizás se solucione en 20 minutos o quizás no. Pero allí estaremos para verlo.
En relación al tercero en discordia, Doug, esta temporada hemos sido testigos de su lado más humano, familiar. De las emociones que, sorprendentemente, es capaz de sentir este hombre taimado. Este individuo repleto de conflictos internos que amenazan con erupcionar como un volcán en algún momento. Este individuo adicto. Al alcohol, a una puta y a la lealtad a Frank Underwood, ante quien acomete tremendos y necesarios sacrificios. Sobretodo porque la trama de la prostituta no llevaba ya a ningún sitio. Una recuperación importante para el cuadragésimo sexto presidente de los USA.
De este poco queda por decir. No es novedad decir a estas alturas que lo interpreta un Kevin Spacey inmenso (y no necesariamente folclórico, como dicen). Un actor de cuyo talento nadie duda: después de ganar su segundo Oscar se fue 10 años a los teatros de Londres hasta que David Fincher le convenciera del proyecto. Y bendito Finchito: el peso que acapara es enorme. La única comparación válida es con el astro rey alrededor del cual el resto orbitan.
Su ego es meteórico, como demuestran su micción ante la tumba de su padre y su escupitajo a Cristo, y por ello ha resultado divertido y una alegre sorpresa ver a Lars Mikkelsen metamorfoseado en Vladimir Putin (perdón... en Petrov... digo, Putin) como arrogante y desafiante contrapartida al líder del mundo libre. Una rivalidad que este año ha calentado motores y que esperemos que vaya a más, como el rumor por las próximas elecciones de 2016. Por las que Spacey avanza firme pero el desenlace de la tercera temporada le puede hacer mucho daño. Eso da igual, nosotros queremos más del danés que lo mismo te hace de magnate de periódicos que de presidente ruso. Con la incorporación del hermano mayor de Mads Mikkelsen, quien no se achanta como malo ni ante Cumberbacht ni ante Freeman ni ante Kevin, el show promete continuar.
Aunque debamos esperar un año para retornar al catártico maratón. (Mirando a cámara) A las cloacas de Washington.
Síguenos en @RADCultura y toda la información en @RAD_Spain.
No hay comentarios:
Publicar un comentario