Todos amamos la Libertad (bueno, casi todos). ¿Qué es la Libertad? ¿Cómo hay que concebirla? Quiero defender que la única manera consistente de entenderla es a la manera platónica (y socrática), según la cual la libertad no es más que la expresión de conocimiento, y que, por tanto, la maldad es íntegramente ignorancia. Para defender esta tesis voy a empezar por intentar “deconstruir” la alternativa que me parece que más merece la pena discutir. Me refiero a lo que llamaré la concepción clásica de la Libertad, que tiene su mejor expresión entre los aristotélicos y el propio Aristóteles, pero que es, en lo relevante para mi propósito, la misma que comparte Kant: la Libertad es la capacidad de elegir acciones motivadas por leyes racionales de lo que es deseable o debido, pero también de elegir lo contrario.
¿Qué nos dice, acerca de la Libertad (en qué consiste y cómo es posible) el sistema filosófico más influyente de Occidente, el aristotelismo? Aristóteles se pasó su vida filosófica intentando salvar un justo término medio entre la Escila intelectualista y la Caribdis sensualista. Si en metafísica combatió tanto el racionalismo idealista de los logikoi (eleatas, pitagóricos y el amigo Platón) como el materialismo de los fisiologoi (Tales y similares), para salvar un dualismo hilemorfista (materia y forma) que salve a la vez el fenómeno del cambio y la universalidad e inmutabilidad de las ideas, en la ética encuentra dos tentaciones equivalentes, y que afectan especialmente al asunto de la libertad: la tentación intelectualista, por una parte, según la cual toda elección está determinada por lo que creemos bueno, y la sentimentalista, para la cuál, todo lo que hacemos está determinado por los sentimientos. Ambas, cree Aristóteles, conducen a la negación de la libertad (de “lo voluntario”), y, por tanto, del carácter activo del agente: el intelectualismo (Sócrates y Platón, sobre todo) reducen la mala elección a “mera” ignorancia; los sentimentalistas reducen la buena elección a “simple” compulsión emocional.
Pero, argumenta Aristóteles, es un “hecho” que nos sentimos y reconocemos libres, y nos imputamos la maldad o bondad de las acciones, lo que sería absurdo si estuviésemos completamente determinados, sea por nuestro saber o sea por nuestras pulsiones. Para Aristóteles, tal como una correcta teoría (meta-)física tiene que salvar el fenómeno fundamental de la naturaleza, que es el cambio, así una teoría (meta-)ética adecuada tiene que salvar el hecho o “fenómeno” fundamental de la ética: la imputabilidad del agente, tanto la auto- como la hetero-imputación. No nos sentimos forzados, ni creemos forzados a los demás, ni por los sentimientos ni por las meras razones. Recibimos y damos alabanzas cuando soportamos sufrimientos por hacer lo que está bien. Incluso hay cosas, dice Aristóteles, a las que tal vez nunca pueda uno creerse moralmente forzado, sino que haya de preferir la muerte tras los más atroces sufrimientos. ¿Qué teoría salva mejor tales hechos?
Empecemos por definir qué es lo voluntario y lo involuntario. Para ello necesitamos uno de los conceptos clave de la filosofía aristotélica: acto, agencia. Es forzoso o involuntario (akoúsion) lo que viene del exterior y sobre lo cual uno no tiene poder. Y es, en cambio, Voluntario (hekoúsion) lo que es acción de uno, es decir, aquella acción cuyo principio (arkhé) está en uno o se sigue de su naturaleza propia (algunas acciones, desde luego, son mixtas, ni del todo activas ni del todo pasivas, como, por ejemplo, actuar por evitar un sufrimiento). Voluntario e involuntario, como todo acto propiamente, se refieren al momento de la acción (no a la mera posibilidad de actuar): se obra voluntariamente porque el principio de movimiento de los “miembros instrumentales” está en el que ejecuta la acción.
Sólo son forzosas en sentido absoluto, pues, aquellas acciones cuyo principio está fuera del agente, y este no tiene parte activa en lo que ocurre (no en lo que “hace”). Las acciones que por sí son involuntarias pero se las elige ahora para evitar otros daños, son más bien voluntarias, porque las acciones son de lo individual. La elección humana (proairesis) es, eso sí, una especie (la más importante) del género voluntario (que se da también en los animales y los niños): la voluntad humana implica evaluación racional.
¿En qué consiste, exactamente, la actividad del hombre? ¿Qué estructura psicológica tiene el animal racional que somos? Tres cosas del alma, dice Aristóteles, rigen la acción: Sensación (aisthesis), Pensamiento (nous) y Deseo (orexis). Pero la sensación, en sí misma, no es origen de acción (praxis), pues los animales tienen sensación y no praxis. Son el pensamiento y el deseo los que principalmente determinan la acción. Lo que es al conocimiento (dianoia) Afirmar y Negar, es al Deseo, Perseguir y Rehuir (algo). Puesto que la elección es un deseo deliberado, para que podamos hablar de que alguien ha elegido hacer algo, tienen que darse dos cosas: la razón que justifica la elección (logos) debe ser verdadera; y el deseo debe ser “recto”. Solo entonces la elección es correcta (spoudaia).
Es muy importante, desde el punto de vista aristotélico, resaltar que la acción no es cosa de simple conocimiento, sino de un cierto saber “práctico” que incluye la corrección del deseo. El “bien” y el “mal” (la corrección e incorrección) del conocimiento, o sea, de lo puramente teórico, es la verdad y la falsedad; en cambio, la corrección e incorrección del conocimiento práctico, no es algo que pueda calificarse solo de verdad o falsedad, sino que es el acuerdo del deseo con la verdad. El mero intelecto, por sí, nada mueve. Solo actúa la inteligencia orientada a algo o práctica (logos ho heneka tinos). La elección es, pues, dice Aristóteles, o pensamiento deseante (oretikós nous) o deseo pensante (orexis dianoetike). Y este principio (arkhe) es el Hombre, cuando es realmente agente. Esa estructura, dianoético-oretética, rige, dice Aristóteles, incluso en la actividad creativa del hombre (poietike).
Teniendo en cuenta esta antropología, Aristóteles rechaza tanto el sentimentalismo como el intelectualismo morales.
Contra el sentimentalismo.- Según algunos, todo cuanto hacemos está completamente determinado por los sentimientos positivos que creemos poder obtener (o los negativos que pensamos lograr rehuir). La voluntad es, y no puede dejar de ser, esclava de las pasiones, como dirá Hume. La libertad, entendida como capacidad autónoma de elegir esto o lo otro, es una ilusión, que procede de que tomamos por muy naturales ciertas compulsiones sentimentales.
Aristóteles cree que esto es falso. Si alguien dice que lo agradable es forzoso, habrá de pensar que todo es forzoso para él. Pero esto no es verdad, porque quien actúa forzado, actúa con dolor, y, sin embargo, no todas nuestras acciones tienen la connotación de ser compulsiones. En todas ellas hay un elemento activo por nuestra parte. Incluso en aquellas motivaciones sentimentales que nos gusta o, más bien, queremos seguir, hay algo en nosotros que aprueba esa tendencia, y que es precisamente lo que nos hace agentes. Así que el deseo no viene determinado por la pasión (sea fuerte o débil). El sentimentalismo, además, no salva el hecho fundamental de la (auto- y hetero-) imputabilidad. Por si fuera poco, nos degrada a meras bestias astutas, sin reconocer el papel que la inteligencia juega en el reconocimiento y, sobre todo, en la constitución de nuestros fines más propios: ¿es nuestra inteligencia un instrumento de nuestros apetitos, o son estos, más bien, subordinados de la inteligencia? Para Aristóteles, la pregunta se contesta casi sola. Quien puede afirmar lo primero, no ha sido capaz de reconocer qué significa Acto, Agente, Actuar.
Contra el intelectualismo.- Más interesante es, sin duda, la tentación socrático-platónica. Pero, una vez más, hay que bajar los humos idealistas, hay que ser más amigos de la verdad que incluso de Platón. Los intelectualistas dicen que es imposible conocer el bien y no quererlo, y que, por tanto, nadie elige el mal si no es por ignorancia. También estos reducen a nada nuestra capacidad más propiamente electiva, la facultad desiderativa. El intelectualismo nos reduce a “máquinas pensantes”, que pueden funcionar correctamente o estar estropeadas o mal alimentadas, pero que carecen de iniciativa y, por tanto, de responsabilidad. Pero nosotros sabemos que no toda nuestra mala elección se debe a simple ignorancia, y que no todo lo que hacemos es un mero responder a la verdad. La prueba aquí es equivalente a la que operaba contra el sensualismo: no nos culpabilizamos ni arrepentimos por lo que hemos hecho por simple ignorancia, sino por lo que hemos hecho con “error” moral (dianoético-oretético), es decir, donde ha habido un error en el deseo, no tanto ni principalmente en el intelecto.
Lo que se hace por ignorancia, precisa Aristóteles, es sólo no-voluntario, pero es involuntario o contra-voluntad lo que se hace con dolor y pesar, que es un hecho moral corriente y fundamental. El que actúa por ignorancia no sufre, en cambio, ni placer ni dolor por la acción.
También parece diferente actuar por ignorancia (di’agnoian) que con ignorancia (agnoia): el embriagado o colérico no parece actuar por ignorancia. Todo malvado “desconoce”, es verdad, lo que debe hacer, pero es precisamente por esta carencia o "error" en su forma de desear (hamartía) por lo que es injusto. “Involuntario”, cree Aristóteles, no pide ser empleado cuando alguien desconoce lo conveniente, pues la ignorancia en la elección no es causa de involuntariedad sino de maldad. Todas las circunstancias sólo podría ignorarlas un enajenado, no un ser verdaderamente racional. Puede haber, sí, una ignorancia de ciertas circunstancias concretas, y estas sí eliminan la voluntariedad. De esto dependen la compasión y el perdón. Pero en ese caso el agente debe sentir pesar y arrepentimiento (metameleia).
Los intelectualistas nos des-desiderativizan, nos pintan como meros sujetos de contemplación, no de elección; pero no somos mera inteligencia, sino también deseo y pasión. Las pasiones irracionales, piensa Aristóteles, no son menos humanas. No debe, dice, considerárselas involuntarias…
Ahora bien, parece que Aristóteles no se queda nunca satisfecho con su respuesta al intelectualismo. Una prueba de ello es que el asunto sale una y otra vez, en cuanto se le presenta la ocasión (igual que le pasaba al problema de las Ideas en los escritos de “filosofía primera”, que no dejaban descansar al texto). Y es que Aristóteles ve bien la dificultad. ¿Llegaba a pensar, a veces, que estaba realmente equivocado y que no había realmente saltado por encima de Sócrates y Platón (como, en efecto, creo yo que le pasa)? Seguiré con esto en próximas entradas.
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