Por Raúl S. Saura
En infinidad de campos, The Walking Dead ha hecho historia. La producción de Frank Darabont iniciada en 2010 ha conseguido convertir un género tan trillado como el de los zombies en una de las series más seguidas de todos los tiempos. Ha conseguido que un canal por cable se convierta en rival de grandes eventos deportivos, ha logrado atraer a millones de espectadores asombrados de que se pudieran mezclar vísceras, acción y temáticas abiertamente profundas, incluso filosóficas, con un inigualable desparpajo. Ha sabido crecer temporada a temporada y, con ese crecimiento tanto artístico como económico, ha ejercido de gallina de los huevos de oro de la AMC para rodar series de mayor gafapastismo como Mad Men y Breaking Bad mientras continuaba su ascendente desarrollo personal.
Y aquí llegamos, a la quinta temporada del grupo de Rick Grimes. A un guantazo en toda la boca a las producciones de mayor prestigio de la pequeña pantalla, ya que muchas decayeron en su quinto año mientras que The Walking Dead sólo ha ido a más. A más muertes, más sangre, sí. Pero también ha ido a más en mucho más y eso lo demuestra el primer episodio de la segunda tanda, What happened and what's going on. Una soberana obra maestra que no sólo ha continuado con la valentía del último año con pérdidas dolorosas e inmisericordia a la hora de cortar tramas que podrían estirarse mucho más. No, los showrunners del show (han cambiado tanto que ya ni se sabe quién dirige a los caminantes, del último showrunner de quien se tenga constancia es de Scott Gimple) no temen a la hora de deshacerse de caníbales, adentrarse en Atlantas primigenias ni aterrorizar a base de revelaciones estomagantes mientras hacían esperar tortuosamente una continuación. Más que nunca, los guionistas se han arriesgado en el último año al cubrir arcos argumentales casi simultáneamente, saltando de unos a otros como Tarzán con las lianas para, de momento, no estamparse contra el suelo ni una sola vez.
Pero What happened and what's going on fue incluso más allá. Tras dos meses de parón y todavía un sabor amargo en la garganta, la historia de dolor y muerte nos entregó un inusitado capítulo. Inusitado por único, inusitado por rompedor. Se dijo que tras Auswitz la poesía se había vuelto imposible. En el apocalíptico mundo de los caminantes se ha demostrado que no con un episodio completamente poético. Que apelaba a las emociones y a la belleza, con un cuidado en cada escena, en cada flashback y flashforward, cercano a la orfebrería. Porque The Walking Dead presentó el pasado domingo en Estados Unidos una obra de arte, un episodio arriesgado, valiente y único, apelando al espíritu de la serie. Un episodio inolvidable y, muy probablemente, el mejor de su historia, como si Red, The Grove o No Sanctuary fueran moco de pavo.
Este fue distinto, arriesgado, y de nuevo no cayeron, sino que se elevaron aún más en una ascensión imparable en todos los aspectos. Parece imposible medir el techo que encontrará la serie porque aún no se vislumbra y se prometen infinidad de tramas para el futuro, que los aficionados agradecemos hasta con lágrimas en los ojos. Por los gritos, los sustos, las muertes (se despidieron con una y regresaron con otra, la una más trágica y esta más poética), los reencuentros, las recuperaciones, las fugaces sonrisas y la eterna lucha por la vida en un mundo ya muerto. En un mundo donde el hombre es un lobo por el hombre, en la serie más hobbesiana que se haya conocido (ríete tú de Game of Thrones). En un mundo en el que el leviatán ya no existe y nada te protege de nadie. Donde no existe caravana, cárcel, iglesia ni santuario que sirva de refugio por mucho. Sólo una salida hacia delante, por más torsos, plagas y padecimientos que haya por el camino. Avanzar es la única solución, sobrevivir la última ocupación en un mundo que ya no es mundo, ni seguro ni vivo. Un mundo sin leviatán contra el mal. Pero, como nos demuestran, un mundo con poesía.
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