Diminuto rocío que empañas la visión de los árboles de allá afuera. Lluvia vacilante que distorsionas el regocijo de mi alma anhelante. Sol destructor que formas reflejos confusos en los vidriales. Nieve que acumulas marfil creciente las esquinas del cuadro transparente.
Odio las ventanas por pocas y varias razones. Las he detestado en mi habitación como el hielo a la sal. La inoportuna luz que me despierta en los días que el sueño me quiere más en la cama.
Desprecio las vidrieras porque ahí las esposas aguardan la llegada de sus amados, sean de la guerra o de borracheras. El paisaje monótono desde hace quince años; la misma ventana quebrada por balones de los juegos infantiles o las piedras de los novios temerosos del padre protector. A través de los cristales observan los depravados en su ansia por saciar su soledad.
Me levanté una mañana mientras aún era un muchacho. Recuerdo el oscuro amanecer y ese día mi hermana menor se había levantado antes que yo. Compartíamos alcoba, en el segundo piso de una casa junto a un acantilado que asomaba al mar. Siempre me decía en su imaginación inocente que quería visitar las casas de las gaviotas, al otro lado de la línea del horizonte. Pasaba horas jugando con sus muñecas en el alfeizar con la ventana siempre cerrada. El fondo del escenario de sus títeres era el inmenso cielo gris. Pero aquella mañana abrió las puertas de cristal para cantar junto las sirenas y los peces. Se precipitó creyendo imaginar.
Odio las ventanas porque mataron a mi familia. Mi padre se entregó a las velas de su pesquero a buscar sin descanso el rastro de la balada de su niña o quizás para escapar del recuerdo de su canto. Mi madre se quedó para dejar las lagrimas sentada en su mecedor, ahora cose y descose la bufanda que le iba a dar a su dulce caramelo. Se queda mirando las olas golpear las rocas por si le devuelven una blanca prenda.
Después de que se abrieran las pequeñas puertas para despedir la inocencia nunca se volvieron a abrir para conservar la cordura. Lo único que alegraba el espejo empañado, eran los dibujos con los dedos en la condensación de los cristales, garabatos de sirenas goteando.
Ahora, después de años, ya no miro hacia paredes tachonadas de tales amargos recuerdos. Se convirtieron en un sonido molesto, un chirrido agobiante, una brisa que no me agrada. La centella no me avisa de la llegada del trueno, prefiero sentir el sobresalto. Si quieres que te pase las llaves por el balcón, olvídalo, hay llaves debajo del tapete.
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