Por Raúl S. Saura
*Esta
entrada contiene spoilers sobre la primera temporada de la serie True Detective. ¡Cuidado, ávido lector
de spoilers, el Rey Amarillo nos vigila a ti y a todos!
Uno
ve la intro la primera vez, ese soplido de aire pútrido e irrespirable, ese
caramelo amargo, esa maravilla visual, y se pregunta si la serie mantendrá ese
nivel desplegado en apenas dos minutos. Para quienes aún duden entre adentrarse
o no (en Carcosa…), adelante. De
todo corazón, no olvidareis la experiencia. Pero ya la intro avisa del mundo al
que nos dirigimos, nos avisa del horror a presenciar (“Mountain cats will come to drag away your bones”), en el que no hay
espacio para flaquezas ni debilidades, en el que el fuego arrasa iglesias y
carreteras, en el que solo los retrasados todavía alzan los brazos buscando a dios.
No
amigos míos, esta serie no trata sobre asesinatos en serie en la rural Louisiana donde la civilización no ha
desembarcado aún, y los ritos y los árboles genealógicos son más importantes
que el oxígeno que se codea con los pantanos sureños. Tampoco La matanza de Texas, Psicosis o El silencio de los corderos, tres obvias influencias, trataban sólo
esa temática. En True Detective
presenciamos la historia de un caso policial a lo largo de 17 años (de 1995 a
2012, con un interciso en 2002) en el que dos personajes: Marty Hart y Rust Cohle,
investigan y se afanan por hallar una explicación al mundo de terrores cósmicos
con que se topan. De ahí proceden las referencias a Carcosa y el Rey Amarillo (recomendable lectura la
de Chambers), de toda la maldad
humana que les/nos resulta imposible de abarcar en su totalidad. Esa secta
adoradora del diablo, esos sacrificios de mujeres y niños, que solo hemos
podido tantear y figurar, no son detenidos ni nunca lo serán porque están
irremediablemente ligados al alma humana. Hart, un paleto hipócrita que se cree
mejor de lo que es y sabotea su familia por su incapacidad para aceptar sus
problemas, y Cohle, un pesimista, un existencialista y un nihilista que ha
vivido la muerte de su hija, que ha estado años undercover en un mundo de drogas y bandas; quienes, en principio,
no pueden diferir más, caminan juntos por un caso relacionado con torturas,
perversiones y ramificaciones políticas de primera magnitud. Caminan hacia unos
territorios cada vez más siniestros y pútridos, se adentran cada vez más en los
laberintos del alma humana, donde cada paso hacia delante supone sumirse en una
oscuridad creciente, en un ambiente cada vez más opresivo hasta que cueste dar
una bocanada de aire. La Carcosa del último episodio, el horror el horror… porque en esta historia en busca de
cartografiar la maldad de la que somos capaces, el horror sólido, que casi se
puede tocar y dejarse acariciar por él, encontramos muchas relaciones con la
película del 79 de Coppola. Más allá
de la lancha motora del cuarto episodio, claro.
Pero
esta historia, como digo, no es una simple historia sobre un caso policial.
Trata una temática más profunda y oscura con una densidad narrativa que a mí
personalmente me chifla. Embulle al lector en el ritmo que nos quieren mostrar
y ya no nos suelta, sino que nos hipnotiza hasta el último segundo y no nos
deja ni pestañear. Como en El Padrino,
porque esta joya aguanta la comparación. El creador de la serie, Nick Pizzolatto, ideó el guion y los
personajes, pero no se ha visto solo para imprimir su nombre en la historia de
los grandes showrunners (Simon, Alan Ball, David Chase… HBO continúa con su apuesta suicida de
entregar todo el poder a los creadores, quienes la recompensan con maravillas
como esta; justo cuando la AMC
parecía subírsele a las barbas la vuelven a enviar a la lona con un portentoso
gancho cual Marty). Cary Fukunaga ha
dirigido todos los episodios como Pizzolatto los ha escrito y el director nos
ha sabido mostrar con una cámara prodigiosa un mundo árido y a la vez húmedo,
perdido de la mano de dios, con una piel de textura amarilla y una soledad y
olvido imparables donde el tiempo (el círculo que lo representa y la espiral
que lo enfrenta) causa estragos: la
memoria de una ciudad que se desvanece… Si a eso le añadimos las
actuaciones de traca de Woody Harrelson
como Marty Hart y de Matthew McConaughey
como Rust Cohle, tenemos el producto televisivo del año y de la década, capaz
de entroncar con The Sopranos o Breaking Bad. Porque los dos actores han
pugnado constantemente por ser el mejor actor del plantel; muchos apostaron
inicialmente por el de apellido inescribible
(término que no existe como tampoco hay hispano capaz de hacerle el DNI), pero
al final Harrelson hizo un sprint a lo Usain
Bolt y con su derrumbe final en la cama del hospital alcanzó a McConaughey.
Por más que este haya sido su año con el Oscar (en su cuarto de hora en El lobo de Wall Street ya se come a DiCaprio, lo siento por los fans pero
es la realidad), su compañero de juergas no le deja las cosas fáciles. Y eso
que Rust no es un personaje cualquiera, sino un sociópata desaprovechado, un
imperturbable lunático, un solitario y amargado que sólo podemos relacionar con
el Tyler Durden de El club de la lucha, si bien menos
ambicioso con el mundo a su alrededor. Su cruzada es más personal. El personaje
de Brad Pitt es Nietzsche y el suyo Cioran. Una consecuencia natural,
resultado de exponerse tanto tiempo al sol negro (¿o estrellas?) de la sinrazón
y el mal, la pérdida de brío del otro. El
hijo inevitable. Rust es todo eso y más. Marty, el adicto de alta
gradación, también. Y mucho más, porque podríamos estar hablando todo el día y
no parar, tal es el grado de complejidad que saben inocular a sus roles.
Ambos
compañeros luchan por descubrir un caso sin la ayuda de nadie, recorriendo una
orografía tan grave como desangelada donde nos encontramos con unos extras de
lujo. Esa es otra, saben tocarnos la vena a los seriéfilos incorporando a Eli Thompson de Boardwalk Empire y a Lester
Freamon, Stavros y el Hermano Mouzone de The wire.
Como para despegarse del televisor así.
En
esta búsqueda para frenar una fuerza que les sobrepasa, alcanzamos para muchos
el momento álgido (o Michael Jordan)
con el cuarto episodio, especialmente con el plano secuencia final. 6 minutos
de carreras para escapar con vida de un tiroteo en un gueto negro, vástago del
de The wire. Sin parar. Algo tan
difícil lo hacen pasar como fácil… de quitarse el sombrero. Pero, a nivel
personal, a un servidor el quinto episodio le emocionó más con el asalto a la
casa de Reggie Ledoux, un cocinero
de metanfetamina (ejem… ¿a que dan ganas de verla?), cuando la narración de los
personajes en 2012 difiere substancialmente de lo que ocurrió allí. Rashomon además, la plaga de referencias
tanto literarias como cinematográficas no tiene fin. Allí nos encontramos con el anunciado monstruo al final del sueño,
con las estrellas negras y el tiempo
circular. Un servidor encuentra esos momentos de mayor carga emocional, de
mayor potencia, inseguridad personal y profundidad
casi ontológica que en el resto de
la serie. Con un momento sorprendente como en el duelo final, porque,
realmente, puedes dispararle al horror (el que a saber qué hace con niños, esa
cinta…) en la tapa de los sesos y matarlo. Desaparece realmente, pero,
realmente, no desaparece.
Nunca
lo hará, él nos persigue y nos vigila a todos. Pero ¿quién? El Rey Amarillo, la
fuente del mal, adonde nos conduce el río más arriba. Han acabado con un simple
acólito después de cinco episodios (en una tanda de ocho), pero el mal aún
campa a sus anchas y queda frenarle de una vez por todas.
Los
episodios sexto y séptimo suponen un bajón importante en la trama. Sirven para
conocer cómo se separa el dúo en 2002 y vuelve a reunirse diez años después
para la traca final y aquí caben muchas razones. El personaje de Cohle, tan
intenso siempre, comienza a cambiar porque este relato, como todo gran relato,
supone un viaje/evolución de sus protagonistas. Mientras Hart, en principio tan
seguro de sus creencias (recordemos la conversación sobre religión en el tercer
episodio con el virus del lenguaje,
recordemos en el primer episodio en el coche como pide que Rust calle para no
seguir escuchando su lacerante y arrastrada voz) termina por convertirse en un
cínico que descree de mucho. De nuevo, otra conversación, la de los hombres
malos. Así, mientras uno se despoja de su falsedad, el otro comienza un
indefectible camino hacia el bien, porque Cohle se hace “de los buenos” sin más
vueltas de hoja. La historia aliena a sus personajes frente al mal existencial
antes del enfrentamiento cumbre en Carcosa, esa tierra oscura e ignota, y Rust,
por muy nihilista que sea también fue padre y no quiere ver más niños
sufriendo. Así, cierra la boca un poco y deja de decir lo que dice, que había
sido nuestra principal fuente de entretenimiento en la primera y mejor parte de
la temporada, junto con sus divagaciones metatextuales (esa cuarta dimensión, el
espectador). Conocer a los personajes, tan diferentes como parecidos, tanto
que les cuesta pero al final son amigos de verdad. Y en cuanto a Cohle, esa
forma de ser tan peculiar suya con frases como la conciencia humana fue un paso en falso de la evolución, le supone
ser considerado el sospechoso número uno de la continuación de asesinatos
rituales de chicas con sogas, espirales y astas de ciervos. La pareja de
detectives negros, Papania y el
inolvidable Mouzone, que nunca pierde su bidimensionalidad de recursos
narrativos en aras de una estructura argumental interesantísima. A alguno le
mareará tanto bamboleo temporal, pero en los últimos episodios, como digo,
perdemos ritmo y en parte es por la confluencia de todas las tramas en 2012, dejando
atrás los estimulantes saltos.
Los
dos detectives de homicidios nunca tienen el apoyo de nadie y llegan al final
de su trayecto personal solos, como correspondía. Nadie más evoluciona en esta
historia, ellos son los protagonistas absolutos y el resto de personajes giran
en torno a ellos como en el Sistema Solar. Eso ha molestado a más de uno que ha
acusado a la serie de racista y machista, “hecha para gallitos blancos”… y esa
es la lectura superficial. El mundo en el que ambos viven, la Louisina rural,
no es una democracia nórdica precisamente, y menos cuando la familia de tu
senador, los poderosos Tuttle, hace
lo que hace con impunidad. Los negros se han labrado la carrera con el tiempo
(2012 y no en los noventa) y las mujeres otro tanto de lo mismo. Con la esposa
de Hart, por ejemplo, ella nunca abandona su rol de mujer de policía incluso
cuando llevan años divorciados. Su encuentro sexual con Rust para librarse de
su marido de una vez por todas, donde recae sobre ella toda la tensión
dramática, queda al final desfigurada con la reacción de Cohle, quien la echa
sin dejarla expresar sus razones. Una ocasión perdida, pero la historia no va
de ella sino de ellos, y no por ello es discriminatoria. Recuerdo yo una cena
en familia en casa de los Hart, con una referencia al casting que han de pasar
las animadoras en el instituto, como los deportistas. Los detalles, amigos
míos, están para algo…
Y
después de 7 episodios de ambigüedades, de no poner cara al enemigo final y dar
vueltas alrededor de un enigma sin ninguna arista a la que aferrarse, “como la
célebre espiral que está antes de
nuestro nacimiento y seguirá después de nuestra muerte”, nos encontramos con que el malo último es un pedazo de white trash como este:
Vale,
su casa de los horrores con incestos y
muñecas, cadáveres paternos en casetas
inquietantes con dibujos y mensajes escritos
con sangre por las paredes y, finalmente, un mundo de laberintos con momias y ropas infantiles, da mucho miedo. Vale, esto en concreto da mal rollo:
Y la
visión de Rust tiene su interés, pero al final no se diferencia en nada de los
asesinos en serie cinematográficos que ya he mencionado antes. De hecho, aquí
el final es más simple y todo. Cohle sigue al gordo al que le falta un tornillo
(con Marty mucho más atrás porque no conoce el mal tanto como su compañero y
siempre va por detrás) y allí, con su vida a
punto de desvanecerse, le abre la
cabeza de un disparo. Así de simple. ¿Y me decís que Ledoux, que se le veía
leído, quien al menos parecía saber contar hasta diez, era un acólito? Iros a tomar por culo.
Finalmente,
en un epílogo de un cuarto de hora, Hart recibe a su familia perdida y nos da
un llanto de Oscar, estatua y
monumento. Portentosa actuación de Woody Harrelson en todo momento, por
desgracia ensombrecida por la de Matthew, si cabe, aún mejor. Es entonces
cuando ambos reconocen que no consiguieron a tantos como debieron, que no
tienen a nadie de la cinta y el mal tan abstracto seguirá imponiendo su ley
allá donde vaya porque el tiempo se
repite, como la sierpe que se muerde la cola. Porque, al fin y al cabo,
¿quién es el Rey Amarillo? Todos y cada uno de nosotros, lo que vimos al final
de esos pasadizos del infierno, tan propios de la jungla de Kurtz, era un
grupúsculo de huesos con tres calaveras, adorado por varios, pero quienes
asesinaron y sacrificaron a inocentes en su adoración de Satanás son personas como tú y como yo. No escaparemos al mal y cada uno de
nosotros arrastrará su marca (deep
down) en algún lugar de nuestro
laberinto personal. En el laberinto del alma humana, donde el mal nos
aguarda tras cada giro, donde nos sumimos cada vez más en él conforme
progresamos. Donde el Tiempo prepara su
propia batalla, en su circularidad, contra
la espiral enemiga y rompedora de vida. La espiral, en la que nada cambia y todo continúa imperturbable como los
sacrificios de inocentes. Ella es el
minotauro de nuestro laberinto, ella
es el Rey Amarillo.
Nunca
escaparemos de él, que nos vigila y observa, que es peor que nadie y nos puede consumir
y destruir, él que vendrá por nosotros. Pero eso no significa que vendamos
barata la vida. Rust Cohle, el solitario pesimista, experimentó en su agonía, más allá de la negrura y el agujero de la
muerte, el amor de su hija y de su padre
esperándole para fundirse con él. Más que un volvimiento hacia la fe lo quiero
ver como un alegato de esperanza, todos tenemos “razones por las que vivir” (http://respirasactualidaddigital.blogspot.com.es/2014/05/mis-100-razones-por-las-que-vale-la.html)
como el amor alguna vez tenido, aún sentido. La oscuridad tiene más espacio en
la cúpula celeste, pero, como dice Rust, antes todo era oscuridad y ahora hay
estrellas. La luz está ganando.
10/10, la mejor serie del año y la evolución de los
personajes más completa desde Walter
White. Dura competencia para los
Emmy y los Globos de Oro del químico.
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