Por Raúl S. Saura
*As always, los incautos curiosos pasarán
por parrilla en casa Lecter.
Abandonad
toda esperanza
Para
quienes no tenemos miedo de disfrutar del mundo sensible, la comida es uno de
los mayores placeres en nuestras vidas. Para el doctor Hannibal Lecter también, solo que ya sabemos todos como se las
gasta desde que a principios de los 90 Sir
Anthony Hopkins lo interpretara. Parecía que nadie igualaría la perversa
actuación del británico, capaz de helarnos a todos la sangre y de olerle las
bragas a Jodie Foster. De ser así
hoy no estaríamos hablando de Hannibal.
Muchos
fans del proto-lacaniano (Žižek dixit) psiquiatra nos temimos que la apuesta de la NBC por recuperarlo en su madurez,
cuando campaba a sus anchas, supondría uno de los mayores batacazos de la
historia. A nivel de audiencias, quizás. Pero la primera temporada aventuró un
presentimiento que se ha cumplido con la segunda este año. Hablamos de una de
las mayores series de la actualidad. Sin más. Tal que así. Porque Hannibal no es solo un disfrute
audiovisual, sino también gastronómico.
Jugaron
con fuego al emitir una apuesta tan arriesgada en abierto pero decidieron
renovarla por un año más y les debemos agradecer a los jefazos de la NBC su
valentía y su aportación fundamental a esta edad de oro de la televisión. Que
es solo una desde el inicio de The
Sopranos; no se desvaneció en ningún momento, agoreros del alma.
En
esta serie cada plano, cada mirada y línea de diálogo se mastican y sólo
algunos logran paladearlos porque no está hecho para todos los públicos/paladares.
Apuesta aún más valiente, las cosas como son. Pero tener a Hannibal, algo así como el Bulli
de las series de televisión, es algo de lo que no puede presumir cualquiera.
Esta
segunda temporada ha seguido por donde dejamos la anterior, con una partida de
ajedrez infernal entre dos mentes privilegiadas: la del manipulador caníbal y la
del empático investigador Will Graham,
tras el primer tanto para nuestro carnívoro predilecto en la primera temporada.
Pero Will no se achanta: está ahora seguro de la maldad de Hannibal y de sus
apetencias culinarias, y no pretende dejarlo escapar en ningún momento. Ni el
psiquiatra de terminar la fiesta.
Él disfruta de la vida, es un auténtico dandi y
parece consagrado a pasarlo bien sin importarle los sueños de la moralidad.
Implacable, hace cualquier cosa por sobrevivir y controlar a los demás para no alterar
su estilo de vida. Si a ello unimos su cultivado intelecto, nos hallamos ante todo un monstruo. En
este contexto se ha desarrollado la segunda temporada, superior a la primera,
en esta lucha fraticida entre los protagonistas. En el descubrimiento de la
realidad de Jack, Alana, Katz… y su alineamiento para la batalla final en casa de Hannibal.
Tras casi quedar cancelada, Bryan Fuller
decidió poner toda la carne en el asador desde el primer momento y ofrecernos
una segunda tanda de vértigo y de quiebros sangrientos por doquier, sin
dejarnos respirar un poco en medio de todo el aire viciado. De esta escalera
descendiente. Nos han ido arrastrando en una imaginería de ensueño donde cuanto
veíamos aparecía sacado de una pesadilla, a ello ayudaba la música, la
decoración, el menú… De perdidos al río, debieron de pensar, y como muestra
tenemos el prólogo brutal, el loco episodio 9, la caída del doctor Chilton, las reapariciones de Abigail y Miriam, este momento:
Si
me cortan una pierna que me la cocine Hannibal Lecter
Y,
finalmente, la finale. De órdago la Red Dinner, como la llaman ya. Hemos
presenciado hasta ese momento cómo el duelo entre Hannibal y Will puede causar
víctimas dolorosas, cómo juegan en la serie a inventar su propia narrativa y poner
en juego la existencia de personajes aún vivos en El silencio de los corderos, y sabemos que cualquier cosa ocurrirá.
Ahora tememos por la vida de Jack, hasta por la de Graham, tras las muertes de
Abigail y la sangrienta lluvia de Alana. No existe redención posible, Hannibal
no es una persona sino el mal personificado. Usará a quien tenga que usar y se
comerá a quien quiera. Da igual cuanto nos preparemos, da igual con cuantos
ayudantes contemos, siempre se podrá despedir de nosotros acuchillándonos. No
habrá paz contra el monstruo.
Tamaña
historia, tan increíble como inapropiada para gente con el estómago delicado,
ayuda mucho a ser creída con las actuaciones de Mads Mikkelsen y Hugh Dancy.
Uno no sabe por cuál decantarse, ni siquiera en el último momento, en el
inolvidable Mizumono (como la primera
tanda contó con platos franceses como títulos para los episodios, esta se ha bastado
con platos japoneses y ese postre de temporada).
Y en
medio de esta desquiciante partida de ajedrez, este juego del gato y del ratón
(¿quién es quién?) entre ambos protagonistas, los demás personajes no son sino
peones que recrean un universo enriquecedor de esta serie. Como los Verger, por ejemplo. Con los cerdos
caníbales, las desfiguraciones de rostro… el momento más gore jamás, con Michael Pitt
en la oscuridad.
Interesante
guiño a Cronenberg y sus Dead Ringers, como hicieran en la
primera temporada con el Resplandor de
Kubrick.
La
incorporación de Pitt a la serie, pese a recibir cierto criticismo por su
manierismo y su personaje tan volcánico, a mí me ha resultado de lo más
interesante, de las mejores ideas de este año en tanto sirve de trampolín para Mizumono y deconstruye (olvidemos lo de
la cara, por favor) una historia hasta entonces contada de otra forma. Si Hannibal reescribe la historia de
Hannibal, ¿no habremos de temer por Jack y Will, desangrándose al recogerse los
platos del episodio y la temporada? Cualquier cosa puede pasar, cualquier
quiebro de guión tan valiente como irreversible en cualquier momento, y el
final nos los trajo. Después de aquella sangría final, ¿quién acompañaba al
lituano sino Bedelia du Maurier?
Cuanto sabe a este punto sobre su ex paciente, si es una mente criminal o una
pobre manipulada por Lecter, sólo podemos aventurar.
La
apuesta arriesgada de la serie no reside en su temática (que también) sino en
la manera en que lo cuenta. En un terreno pesadillesco plagado de escenas
atrevidas, donde (reconozcámoslo) disfrutamos con el mal. Los platos preparados
por Hannibal despiertan hambre y muchos acabamos los episodios atracando
neveras por la gran habilidad para idear cosas como esta:
José Andrés ejerce de consejero culinario de la serie. A la hora de
enorgullecerse del producto nacional, yo comenzaba por ahí
Esta
segunda temporada de infarto nos condujo a un episodio final de visionado
obligatoriamente múltiple y digno fin de serie en caso de ser cancelada tras el
cual nada volverá a ser igual. Nada PODRÁ volver a ser igual. Lo que en Dexter nunca vimos, lo que ocurrió en Breaking Bad a dos episodios de la
despedida, ha pasado en Hannibal al
final de la segunda tanda. Todo ha saltado por los aires y ahora se avecinan
tiempos de persecución al siniestro caníbal, tan complejo como conocido por el FBI. Capaz de hacernos disfrutar con
sus platos cocinados con devoción, horror, gula y lujuria. Más allá de las
innumerables referencias a prácticamente todo (en casa del psiquiatra es norma
común debatir sobre Dios), lo que consiguen en la serie es recrear un escenario
donde el mal sin reservas logra atraer tanto. Donde se estiliza hasta lo
moralmente doloroso el mal más descarnado. Meteríamos a Hannibal en la cárcel,
sí, pero le daríamos un premio gastronómico.
Nos
queda bastante por esperar, pero nos imaginamos ya cómo será la tercera
temporada (se planean siete, la cuarta ya correspondería a El dragón rojo), una persecución infinita, atrás las invitaciones a
cenar a la mesa Lecter. No sabemos lo que ocurrirá, pero estamos deseando con
todas nuestras fuerzas verlo de una vez. De abrir los ojos y regresar al
tortuoso mundo habitado por los personajes de esta serie única en el panorama,
que apela al gusto y hasta el tacto para disfrutarle plenamente. Quizás algún
día nos arrastre con ella, hasta entonces ¡acordaos en los Emmy de que existe, copón!
P.D.:
9/10, la narración aún experimenta
algunos baches y personajes poco queridos como Freddie, pero la situación ha mejorado mucho con respecto al año
pasado.
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