Por Nano Fernández
Los madrileños, por regla general, sentimos una cierta veneración por
nuestra ciudad. Conozco gente de otras ciudades, de España y de fuera, y
todavía no he conseguido ver ese sentimiento tan generalizado en nadie.
Seguramente sea culpa mía, que yo no lo haya visto de manera explicita
no significa que no exista, pero de verdad que siempre que he visto a un
madrileño hablar de Madrid se ve algo diferente. Salvando diferencias
políticas y esos rollos, Madrid nos gusta, estamos orgullosos de ella y
la disfrutamos. Es una ciudad con solera, con historia y sobre todo, con
historias. Es genial ver a gente mayor hablar de ellas, es como si
Madrid hubiese pasado de pueblo a ciudad en diez minutos, conservando
tradiciones, costumbres, rincones con un encanto especial, expresiones…
Es una ciudad magnética, desenfadada y excéntrica, pero a la vez es
sobria, monumental y competitiva, todo ello amalgamado con la mezcla
única de la tradición madrileña, que va desde los chulapos y su
parafernalia, o al indescriptible (en serio, todo alago se queda escaso)
cocido madrileño, hasta su arquitectura propia y particular. ¿Ves? Me
cuesta horrores hacer una entrada de Madrid sin liarme de esta manera,
porque en realidad la entrada no tiene mucho que ver con lo que de
momento estoy contando… así que voy al tema, a ver si lo consigo.
La
pasada semana llamaron a mi novia para hacer una entrevista de trabajo
(si, creéroslo, en España todavía pasan esas cosas), así que, como es
menester, la acompañé. Una vez terminada, teníamos todo el día por
delante, así que pensamos dar un paseo. Decidimos acercarnos al Circulo
de Bellas Artes, en la calle Alcalá. Este edificio (ejemplo perfecto del
Art Decó en la capital) no es conocido por todo el mundo, bueno,
rectifico, el edificio en sí claro que lo es, estamos hablando de un
edificio con una altura bastante importante situado en una calle
bastante importante de la ciudad, pero no es tan conocido por todos lo
que ocurre dentro de él. Por tres euros por cabeza, uno tiene acceso a
la azotea del edificio y las vistas de la ciudad desde allí son
geniales. Es increíble ver la inmensidad de Madrid, el ser incapaz de
divisar los limites de la ciudad y ver tejados amontonándose unos sobre
otros. Además, la entrada a la azotea da derecho al acceso a varias
exposiciones que se encuentran en la planta baja del edificio. Para
rematar la visita, no hay mejor opción que bajar a la cafetería y
desayunar en su espacio peculiar, parece que algún loco ha metido unas
mesas en la sala de algún museo.
Después del desayuno, aún teníamos ganas de paseo, así que bajamos la
calle Alcalá hacia la plaza de la diosa de Madrid, la Cibeles. Allí,
como si fuera un perfecto telón de fondo para la estatua, se encuentra
el Palacio de las Comunicaciones, del arquitecto Antonio Palacios.
Yo
sinceramente no sabía que se podía visitar de manera gratuita, así que
fue una agradable sorpresa comprobarlo. El patio interior recientemente
reformado y cubierto sólo puede visitarse los festivos y vísperas de
festivos, así que me lo perdí, pero el interior del edificio es tan
apabullante que hace que se te olvide esa tontería. Como muchos
edificios de principios del siglo XX su estilo es ecléctico, a mitad de
camino entre el neoplateresco y el barroco salmantino en su fachada.
Pero si su exterior es impresionante, el interior no se queda atrás.
Está planteado como un edificio para el pueblo, y para recibirlo, en la
entrada hay un enorme hall de recepción, que deja ver todo el espacio
interior y sus diferentes plantas, todas ellas abiertas a este espacio.
La arquitectura en sí del edificio es eficiente y visualmente atractiva,
pero encima está decorada de manera impresionante con detalles de la
mano del escultor romántico Ángel García Díaz, un habitual colaborador
de Antonio Palacios en sus trabajos. Es un lugar muy particular para el
uso que tiene hoy en día, que es expositivo, y funciona muy bien como
tal, ya que las transiciones y el movimiento en el interior son muy
fluidos. A parte, tiene un aliciente que a mí particularmente me
encantó. El edificio cuenta con una zona de lectura o trabajo con
sillones y puffs muy atractiva y colorida, así que creo que no va a ser
la última vez que lo visite.
Y hasta aquí el día ñoño que tiene cualquier madrileño alguna que
otra vez al año, en la que sentimos un irremediable impulso de visitar
lugares que ya conocíamos, por los que hemos pasado mil veces, e incluso
que nos hemos sentado a admirar durante un rato. Lo mejor de todo es
que cada vez que hacemos eso, Madrid nos responde con un guiño
mostrándonos algo nuevo. Es incansable.
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